25 de octubre de 2011

Prefiero un té

Estábamos con mi novia en una parrilla un poco borrachos y nos reíamos de cualquier cosa. Con el pan, no nos dieron esas salsas raras y modernas, sino manteca. Simple y efectivo. Los manteles eran de tela. Los platos abundantes. Le decía a mi novia:

- Esta es una cultura vieja. Antes, las cosas eran así: te daban de comer bien, te querían llenar, te alimentaban en serio. Como una cultura de madre que quiere que su hijo crezca fuerte. Ahora -decía y era un profesor universitario-, hay más bien una cultura gay: todo muy estético, muy lindo, muy cuidado, todo perfecto, pero los platos son chicos y siempre te quedás con hambre.

No pudimos terminar ni el bife ni la ensalada completa. Yo estaba lleno y necesitaba dormir 12 horas. Mirábamos la carta de postres, pero, audaz, preferí pedirme un té.

- ¿Un té? -preguntó mi novia que tenía ganas de comer helado o algún postre elaborado-.

- Un té, sí -dije con mucha seguridad, cuando se acercó el mozo-.

- Si te pedís un Volcán y no te gusta, yo pago la cuenta -la voz del mozo menos un sonido que un golpe-.

-¿Qué cosa? -repuse porque no había terminado de escuchar o tal vez porque esperaba amedrentar al mozo, que de por sí era bajito y no tenía pinta de querer incomodar al cliente-.

- Si te pedís un Volcán y no te gusta, yo pago -repitió-.

- No, no -dije, apresurado-, prefiero un té -dije pero con una sonrisa que invitaba a la ofensa y, por qué no, a la humillación-. Dice que si nos pedimos un Volcán y no nos gusta, él paga la cuenta -le dije a mi novia como si no estuviera ahí-.

- Por mí... -dice ella-.

Por un instante pienso en pedir ese tan mentado Volcán y devolverlo. "Está pasado" o "La verdad, no me gusta". No pagar la cuenta y salir por la puerta.

- Bueno, ¿lo pido? -insiste el mozo sin cuidado-.

Yo estoy seguro que quiero un té. Es más: sé que si pido un Volcán (ya con ese nombre), no me voy a sentir bien. Porque estoy lleno y ya comí suficiente. Pero ahora, lo sé, la cosa va por otro carril. Es como la virilidad lo que está en juego. Un duelo concreto con el mozo bajito que sonríe. Final de western, un último round. Pero no quiero el Volcán, me digo convencido. Pienso: tal vez sea de hombre pedirme un té. Pienso: en bares modernos, en esos bares de cultura gay jamás estaríamos teniendo este tipo de discusión. "Quiero un té". "Muy bien, se lo traigo". Pero acá, en esta cultura vieja, el Volcán es una metáfora: si no podés comerte un Volcán, no sos hombre para esta mujer. Si no podés con un simple Volcán, cómo vas a poder con esta hembra. Comer o no comer un Volcán es tener o no tener pene. ¿Tengo, acaso, que hacer lo que el mozo quiere? 

- Yo no quiero Volcán -digo con la voz más potente que encuentro-.

- Si necesitan, yo ayudo -insiste el mozo que ya dejó de mirarme y sonríe-.

Y ahí es cuando se me ocurre la idea. Sonrío, pienso: si alguno tiene que sentirse incómodo, que sea el mozo. Pienso: lo mejor es terminar la situación de golpe. Pienso y sonrío: ¿te creés que no me doy cuenta? Pienso: ¿a ver qué hacés con esto?

- Si quieren, los dejo solos.

La cosa se distiende. El mozo niega, se va, trae un té. Pienso: fue una estrategia certera. Pienso: a fin de cuentas, gané.

- ¿Por qué le dijiste eso? -mi novia me ataca-. ¿Qué soy yo? ¿Que me querías, regalar? No me uses a mí. No, basta -dice cuando me acerco y quiero darle un beso y decirle que todo terminó-. No, salí.

Nos vamos. Caminamos a casa en silencio y aunque mi novia me reproche no haber dicho "quiero un té y listo", sé, estoy seguro, que la táctica utilizada fue la correcta. Si me ponía firme, serio, duro, la cosa se volvía, claramente, una pelea en potencia. Si le decía: mirá, traeme un té, eso es lo que te pedí, daba la posibilidad de que me respondiera: ¿qué te pasa, flaco, tenés algún problema? Abría la puerta para que llegara otro mozo: ¿pasa algo acá? Y otro: este chico ya de entrada que tiene mala onda. Y tal vez: ¿por qué no lo resolvemos afuera? E inclusive: ¿querés pelear vos o sos cagón? En ese caso, hubiera mirado a mi novia y hubiera tenido que responder: ok, vamos afuera. Ahora, estamos en la cama, a punto de dormirnos. Quiero tener sexo, pero ella no. Pienso: me desprecia. Pienso: hice mal, tendría que haber dado la pelea, aguantado un round, caer desplomado y, en el hospital, dejar que me cure, me acaricie y me ame: sabés qué, diría, sos el hombre que siempre soñe.  

13 de octubre de 2011

El otro día leía el diario de Kafka. Súper recomendado. También leía las cartas que le mandaba a su novia. 20, 30 cartas donde intenta seducirla de todas las maneras posibles. Le habla de Israel (Palestina, en ese momento), del cartero que demora sus cartas, de unas vacaciones en Austria, de las ganas de verla. Después se concreta el encuentro. No es seguro que la hayan pasado del todo bien. La fecha de las cartas son más distantes ahora, pero la cosa sigue. De pronto aparece la posibilidad del matrimonio. Kafka y Felice van derecho al altar. Pero Kafka entonces cambia. Ya no seduce. Ya no le dice lo lindo que sería conocer Palestina juntos. Ahora le habla de él. Y le habla mal. ¿Cómo puede ser que te quieras casar conmigo? ¿No te das cuenta que lo único que me interesa es escribir? ¿Que soy débil, taciturno, que llevo ojeras por dormir poco, que vivir conmigo sería como estar atada, condenada, perdida? ¿Que perderías tu vida alegre, tu oficina en Berlín, tus amistades, toda tu vida tal cual llevas? No la convence a Felice. Insiste con una estrategia insólita. Le manda una carta al padre de Felice. Le explica entonces lo que su hija no quiere escuchar. ¿Entiende, señor? Avísele a su hija lo que le espera de casarse conmigo. Una vida marchita. Una desgracia. En vez de hijos sanos, familia sana, va a resultar todo mal. Felice retiene la carta y, ¿inconsciente, loca, desesperada, descreida, susanita, enamorada? insiste con respetar el compromiso y llegar al altar. La cosa finalmente se corta, a pesar de ella y porque el joven Franz rompe lo pactado. 

9 de octubre de 2011

Ayer me di cuenta que este no es un gran blog. O que no es un blog en absoluto. Es más, que no me gusta siquiera la gente que escribe blogs. Que para escribir cosas largas (relatos, novelas) no es éste el mejor camino. Me di cuenta así, de repente, y fue como un fogonazo. Como cuando te das cuenta que no estás enamorado y listo, te das cuenta que ya podés olvidar a esa persona y dejarte de hacer el alma en pena y llorar, emborracharte y creer que la vida es una mierda. Listo. Me di cuenta. Me di cuenta eso mientras estaba en una fiesta. Una fiesta rara. Y digo rara y parezco conservador. Se casaban dos mujeres. Era en un patio y habían gays por todos lados. En un momento me parecía que me miraba una chica, pero no podía estar seguro si me miraba a mí o a mi novia. Fue una duda que no había tenido antes. Me imaginé un mundo lleno de gays (sí, tengo una cabeza primitiva) y donde los hetero no podíamos darnos un beso. Se lo comenté a mi novia y no se río en lo más mínimo. Pero seguía siendo raro estar en un mundo donde las reglas eran móviles y donde no sabía con certeza casi nada. También pensé una idea para una novela. Un escritor fracasado que le devuelven su 7 novela de una editorial y le piden que no manda más nada por favor. Ese escritor era el protagonista y yo podía tener la total libertad de escribir para el orto sin que nadie me diga nada porque el protagonista escribía mal. Me pareció una idea brillante y también me sentí un poco cobarde. Nueva regla para estos pequeños posteos: no corregir.

3 de octubre de 2011

Neurótico

15

Es fácil, me digo cuando pongo un precio irrisorio sobre la mesa.

-          ¿Cuánto? -dice el hombre sentado frente a mí-. Yo no sé si vos sabés con quién estás hablando -agrega, y se saca un mosquito que le molesta la cara-.

Por un momento pienso en decir la verdad: no tengo la menor idea. No sé tampoco qué estamos negociando. En verdad, sí: negociamos un mundo maravilloso, 6 ceros, aerolíneas y viajes a todos los confines de la tierra. El hombre me mira directo a los ojos y otra vez pienso en Federico Artime. Es un calco envejecido, y en esta media hora parece haber multiplicado sus canas y exagerado el cansancio de su expresión. Pienso en esa gente que en momentos de extrema tensión, envejece. Pero ¿es éste un momento de extrema tensión? O, peor: ¿soy yo el causante de esa tensión? Si es así, no tengo que ceder ni un centímetro en el reclamo. Es más, si cediera, si me volviera ridículamente bueno y le dijera: quedate tranquilo, todo va a salir bien. O le dijera: tenés todas las cartas a tu favor. O: tomate unas vacaciones y descansá. Si digo algo así, echaría todo a perder al instante.

-          Las fotos son una muestra de todo lo que sé sobre el embajador -es tan grave mi voz, que me sorprendo-. Agrego: Usted sabe, me interesan las infidelidades.

Soy el detective de una novela. Me acomodo unos anteojos imaginarios. Me levanto, dispuesto a dejar la habitación donde estamos, pero la mano de un guardaespaldas me detiene. Sentada junto a mí está mi novia, detrás, el guardaespaldas de mano pesada y en la puerta, dos matones custodian vaya uno a saber qué. ¿No tendría que retroceder y decir que todo es un error? No. Tengo que guardar silencio. Seguirles la corriente hasta vislumbrar tierra firme. Marinero en el siglo XV que viaja en carabela y ve un océano infinito.

-          ¿Por qué me secuestraron? –digo impaciente y viajo al centro de la tierra-.

-          Nadie lo secuestró a usted, Rodrigo -dice el hombre y no parece mentir-.

La puerta que custodian los dos matones es corrediza y un señor pelado y con un pequeño bigote, intenta abrirla. Se produce una pequeña discusión con uno de los matones, que espera paciente un minuto, pero después se cansa y con una mano empuja al pelado al piso y termina la conversación. Como si un policía hubiera dejado de iluminarme la cara, veo el lugar donde estamos: esto es un baño. Azulejos blancos y verdes en las paredes, dos mingitorios en el extremo opuesto al de la puerta.

-          ¿Dónde se cree que conseguí esta cicatriz entonces? - digo, sonrío y apoyo el dedo índice en medio de mi frente-.

Espero una de dos: nosotros no tenemos nada que ver. O: es cierto, fuimos nosotros, pero la lesión no estaba en los planes. Sin embargo, el hombre se levanta, agacha su cabeza, se corre el pelo para que pueda verle el cuello y dice:

-          No lo puede comparar con esta cicatriz, ¿no es cierto? –dice-.

Pero antes que empecemos una estúpida pelea sobre qué cicatriz es más profunda, se levanta y a su cara completamente roja, lo sigue una palidez extraña y al instante, el hombre cae desplomado. No sé qué hacer. Ni yo ni mi novia ni el guardaespaldas ni los dos matones. Estamos los cinco en completo silencio hasta que finalmente me levanto, me acerco, apoyo mi mano en su pecho y digo:

-          Creo que está muerto.

1 de octubre de 2011

Reunión temprano en un bar con la gente del edificio. Motivo: posible expulsión del administrador. Razones: nunca cumplió con sus obligaciones, no atiende el teléfono cuando se lo llama, no le pone los puntos al portero, no es de fiar. Estamos todos más o menos de acuerdo. Distendemos. La conversación fluye y ya parecemos amigos de toda la vida. Tomamos café, pero podríamos estar tomando cerveza un sábado a la noche en un reencuentro del secundario. Llega la vecina que me mira. Cada uno cuenta qué hace: un abogado, un economista, un personal trainer, dos ingenieros (uno en sistemas, otro industrial), una física. Digo que estudié letras y la vecina dice qué lindo. Es contadora. No tiene 40, sino 33. Se llama Alejadra. No me gusta lo de qué lindo. Me hace sentir un chico. Como cuando alguien te dice que se va a África a hacer un voluntariado para ayudar a la gente. Qué lindo. La gente que trabaja en la iglesia. Qué lindo. Las almas caritativas, los estudiantes de teatro. Qué lindo. Soy un chico para ella, es seguro. No soy como el economista de pelo corto ni el personal del cuerpo escultural. Cuando llega la cuenta, saco un billete de 100 y pago la mesa. Me comprometo a juntarme yo con el administrador y pedirle los comprobantes de pago de carga social del portero. Termina la reunión y le pregunto a Alejandra para dónde va. Me mira como si la estuviera invitando a salir y me dice que se encuentra con un amigo. Genial, le digo y me voy.