30 de diciembre de 2011

Sesión

 -       ¡¿Jorge, qué?! – termino por preguntar como si hubiera olvidado mi apellido.
¿Qué? Insisto mientras me levanto del diván y desafío a mi analista para que se levante y dé la pelea.
-       ¡¿Jorge, qué?! – repito-. ¿Qué, a ver?
-       Jorge, tranquilízate, querés.
Y si no quiero. Si hoy no quiero tranquilizarme.
-       Levantate –digo y lo miro directo a los ojos.
-       Jorge, por favor.
-       ¡¿Jorge, qué?! –digo.
-       ¿Podemos sentarnos?
Pero no, no podemos. Hay cosas que no se resuelven sentados. Hay cosas que se resuelven así, parados, como hombres.
-       Jorge, no tuviste un buen día.
Y si no tuve un buen día, qué.
-       ¿Qué, a ver?
-       ¿Me querés seguir contando? –dice mi analista sentado y me señala el diván-. Por favor.
Ni siquiera dudo en hacer lo que me dice.
-       Levantate, dale –digo, pero no se mueve. 
Antes de pensarlo bien suelto la mano pero, lenta, se deja ver y por eso mi analista elude la trompada que, en vez de caerle justo en medio de la cara, termina golpeando uno de los cuadro colgados detrás suyo.
-       ¡Estás mal, Jorge, muy mal! –dice y corre a refugiarse al otro lado de la habitación y toma un jarrón con sus dos manos.
-       ¿Qué hacés? –digo en un tono neutro y por un momento el loco es él. Dejá eso, ¿querés? 
Por alguna razón me hace caso y apoya el jarrón en el estante y yo ya le estoy tirando uno de los pinceles que, no sé bien cuándo, tomé del escritorio y tengo en mi mano derecha. La mala puntería hace que en vez de darle en el ojo, le de en la nariz.
-       ¡Ay! –grita mi analista. ¡Te voy a internar, Jorge! ¡A internar!
Los gritos llaman a la secretaria que, sin embargo, cordial y respetuosa del espacio analítico, toca la puerta.
-       Entra pelotuda, ¿no ves que este tipo está loco? –dice mi analista y la puerta se abre unos centímetros pero, como si estuviera trabada o un mueble le impidiera el paso, se queda así, a medio camino.
-       ¿Necesita ayuda, doctor? –la voz del otro lado de la puerta es tímida y precavida: a fin de cuentas, el doctor le pide que entre y, a su vez, le anuncia que se va a encontrar con un loco.
Pero yo no estoy loco, soy de las personas más cuerdas que conozco. Trabajo ocho horas diarias, cuarenta horas semanales, tengo casa, mujer, amigos, tengo familia y quiero a mi familia y quiero a mis padres y a mi novia, y quiero progresar, y me gusta irme de vacaciones y me gusta programar mi vida con una agenda y los miércoles, todos los miércoles desde hace dos años vengo acá, a analizarme porque no quiero, yo no quiero que mi vida se estropee o se estanque o se esfume, no, por eso vengo acá y hablo y escucho y en general, en general acepto todo lo que dice.
-       No hace falta que entres –me escucho decir. Tengo un mal día, nada más –completo la frase y la puerta, apurada, se cierra.
Mi analista me mira lo ojos y lo que intenta es saber si digo la verdad. Hablo en serio, le digo para que se tranquilice, y por si hiciera falta algún detalle, me siento en el diván y, veinte segundos después, me acuesto.
-       Quiero seguir hablando –digo en un perfecto castellano, y lo que tengo ante mí es menos un analista y una sesión que un juzgado y un asunto turbio, corrupción estatal o crímenes de guerra.
-       No creo que podamos seguir, Jorge.
-       Por favor, siéntese –otra vez el trato vuelve a ser respetuoso.
Me saco los anteojos, los apoyo en mi pecho y cierro los ojos. Espero veinte segundos en silencio y otra vez tocan la puerta.
-       Está bien, Matilde, cualquier cosa te aviso –dice mi analista y se acerca a su silla y se sienta. ¿Qué más tenés para decir? –agrega.  
Me acomodo en el diván, me sueno los dedos y digo:
-       ¿Cómo es eso que yo no acepto que mi mamá no tiene pene? 

20 de diciembre de 2011

De putas

Hoy me fui de putas –dice Jack y rompe así el hielo de 17 años de casados.

¿Hoy qué? –pregunta Angélica.

Me fui de putas –repite la información Jack, y no sabemos si estar parado así, sin miedo, indica que espera el cachetazo limpio y al que no va a oponer resistencia o si el miedo en verdad lo paraliza y por eso está quieto y parece no tener miedo.

¿Qué querés de mí? –pregunta Angélica y aunque es lo primero que le viene a la cabeza, le suena falso, grandilocuente, ridículo, y por eso no sabemos si cuando baja la mirada es por fastidio o bronca por perder al amor de su vida, o si la vergüenza por esa frase estúpida la embarga y mirar el suelo le parece la mejor opción.

¿Hace cuánto estamos juntos? –pregunta Jack que duda si acercarse y darle un beso, no sabemos por qué, y tampoco sabemos si la pregunta es sincera y espera una respuesta sincera, fiscal que busca la verdad y nada más que la verdad, o si detrás de la pregunta hay segundas y hasta terceras intenciones, del orden ‘¿no te parece que estamos hace mucho tiempo?’ o ‘¿no te parece que el tiempo que llevamos juntos justifica esta salida un tanto extravagante?’; pero lo que menos sabemos es cómo lo va a tomar ella y ni siquiera ella sabe cómo tomarlo.

Yo hago las valijas y me voy a la mierda –dice Jack, tras esperar veinte o treinta segundos alguna respuesta de su esposa en vano-. A la mierda –repite Jack, pero antes de dar un solo paso, suena el teléfono y, como por arte de magia, se olvida de la valija y la huida y piensa, repentino: ¿estará bien mi madre?

¿Vas a atender? –dice Angélica, y en su tono de voz no podemos distinguir ningún reproche, nada de violencia, como si ella también hubiese olvidado la frase con la que empezaron la conversación.

Jack se acerca al teléfono y lo atiende.

¿Quién es?

Espera 15 segundos sin cambiar la cara y no podemos saber si el llamado es de su agrado o no, si le pasó algo a su madre.

No, equivocado –termina por decir, pero en verdad no sabemos si es cierto lo que dice, si en verdad era número equivocado, o si no, si era para él y nos mintió descaradamente; pero aunque no lo sepamos, podemos intuir que dice la verdad: si 5 minutos antes le propinó a su mujer una frase tan poco feliz como ‘hoy fui de putas’, no creemos que haya en él alguna intención de mentirle.

¿Quién era? –pregunta Angélica que, al parecer, no tuvo ni un atisbo de nuestra intuición.

Equivocado, ¿no escuchás?

¿Quién era?

Se miran 20 segundos sin odio hasta que, fuera de tiempo, Angélica abre la palma de su mano y golpea con fuerza a su marido hace 17 años.

¡La puta madre, Angélica! –dice Jack, dolorido porque la palma abierta de su mujer dio de lleno en su oreja izquierda y, tras unos instantes de sordera, recupera el sonido exterior pero le da un pequeño mareo que lo obliga a sentarse-. ¿Sos estúpida?

¿Quién era, Jack?

¿Qué? Equivocado, traeme hielo.

Angélica duda unos segundos qué hacer, no sabe si el dolor de Jack es sincero o puro teatro y por eso da dos pasos y vuelve, y da otros dos pasos y vuelve.

Dame una razón para traerte hielo –dice Angélica, pero otra vez le suena falso lo que dice y por eso agrega: Si querés que te busque hielo, pedime perdón.

¿Perdón por qué? –dice Jack con total honestidad porque el mareo o la situación o alguna falla en su memoria le hace olvidar cómo empezó todo.

Suena otra vez el teléfono y esta vez es Angélica quien se acerca y atiende.

¡Diga! –grita, pero toda la seguridad de su voz se apaga cuando escucha del otro lado una muy mala noticia.

¿Cuándo fue? –pregunta Angélica que baja la mirada, y niega con la cabeza, no sabemos si por lo que dicen del otro lado o por encontrar un pequeño manchón azul de tinta en el suelo.

Angélica corta el teléfono, va hasta la cocina, trae un poco de hielo envuelto en un repasador, y se lo alcanza a Jack que aún mantiene su mano adherida a su oreja izquierda.

Recién murió tu mamá –dice Angélica y aunque se arrepiente de no haber preparado el terreno o quizás por eso, se acerca y lo abraza, y unos instantes después se inclina frente a él, lo mira directo a los ojos y le dice, sin reproches: pero igual sos un hijo de puta.
  

5 de diciembre de 2011

Ostende

Acabábamos de llegar en el momento que tocaron la puerta.

- ¿Quién es? -quise saber, pero del otro lado no hubo respuestas-.

Esperé uno o dos minutos en silencio. Volvieron a tocar.

- ¿Quién es? -repetí como si no supiera otras palabras en castellano-.

Por fin se dignaron a responder.

- Del hotel. Tenemos un regalo.

¿Un regalo? Me pregunté: ¿Qué cosa habíamos hecho para recibir un regalo?

- ¿Un regalo por qué? -Atiné a preguntar como si todo regalo tuviera una justificación tan clara como en los cumpleaños.

- Es un regalo del hotel -insistió una voz femenina del otro lado de la puerta sin más excusas-.

Dudé si abrir o no un tiempo tal vez demasiado largo porque la voz del otro lado de la puerta dejó atrás los buenos modales:

- Abra por favor, señor -ya no quedaba nada de la cordialidad previa, ahora la voz era un sonido metálico, el cumplimiento de una orden. Pero, ¿una orden de quién? ¿Del gerente del hotel o de otro huésped?

Quise saberlo:

- ¿De parte de quién es el regalo?

Al silencio lo siguió una respuesta clara, que no revelaba ningún detalle ni ampliaba la información ya obtenida.

- De parte del hotel, señor. Abra.

En ese momento, la mujer que viajaba conmigo salió del baño y me miró como si una adivinanza acabara de ser formulada y ella tuviera una respuesta.

- ¿Quién es? -dijo, enigmática y yo no sabía qué responder-.

- Señor... -otra vez la voz detrás de la puerta y la mujer que viajaba conmigo que intentó abrir el picaporte sin éxito porque movía el picaporte una y dos veces, para arriba y para abajo, sin ningún éxito porque yo, previsor, había cerrado la puerta y mantenía, oculta, la llave en mi bolsillo derecho-.

- Abrí, dormilón -me dijo la mujer que viajaba conmigo y es cierto que lo que decía era, francamente, una opción concreta y casi no tenía objeciones, pero justamente, a esa opción me había venido negando con tanto ahínco para, ahora, porque ella lo decía, cambiar de opinión y seguirle la corriente-.

Con la mano aferrada a la llave, dije entonces:

- Traen un regalo -cosa que, más que objetar, hacía más sólida la posición de la mujer que viajaba conmigo y la daba nuevos argumentos. Sin embargo ella insistió con el mismo, casi con las mismas palabras-:

- Podés abrir, dormilón.

Por alguna razón, su seguridad, más que obligarme a hacerle caso, me produjeron una sensación clara de que, aunque no tuviera motivos o no pudiera explicarlos, estaba actuando con un juicio acertado.

-Señor, ¿quiera que vuelva más tarde? -la voz del otro lado de la puerta, más serena, no era otra cosa que un artilugio o un mero y momentáneo repliegue de fuerzas.

- ¿Por qué no lo pasás por debajo de la puerta?

- Es una botella de agua, señor.

- ¿Por qué el hotel nos regala una botella de agua?

Otra vez silencio. La mujer que viajaba conmigo me miró como si yo fuera un completo desconocido y, acto seguido, se sentó en una silla de la habitación casi derrotada.

- Estoy encerrada -dijo en un hilo de voz, pero si intentaba que la oyera la mujer tras la puerta, tendría que levantar bastante la voz-.

- ¡Estoy encerrada! -repitió, pero ahora sí dio un grito irreflexivo que, por alguna razón, hizo que yo apretara más fuerte la llave en mi bolsillo-.

Esperaba una reacción del otro lado, pero no pasó nada. Al parecer, la persona se había ido sin ninguna despedida.

Nos quedamos solos. Antes de abrir la boca, apoyé la llave sobre la mesa. Después dije:

- Si te querés ir, ahora es el momento.

La mujer que viajaba conmigo me miró, miró la llave, volvió a mirarme y otra vez a la llave y al final bajó la cabeza y aceptó, con un intermitente movimiento de su frente, nuestra posición.

- Promete no hacerte daño -dije y mi voz ya era diferente-.

No tuve que insistir para que nos acostáramos ni para que se desvistiera sin mediar palabra.

Al amanecer, se había ido. No dejó ninguna nota.

16 de noviembre de 2011

Suegro

Como me acababa de bañar, tenía el pelo mojado. Tenía poco tiempo: media hora para comer y salir disparado para el laburo. ¿Qué se puede comer en tan poco tiempo? Primero pensé en Mc Donald's: está cerca, no es tanta plata, no tengo una ideología clara que me prohiba comer sus hamburguesas, no hay que dejar propina. Antes de llegar a la esquina entro en otro bar y recién después pienso: mejor sentarse quince minutos, pedir un omelette de queso y llegar quince minutos tarde. En una de las mesas, sentado y leyendo el diario, el padre de mi novia. Dudo si acercarme o no por uno o dos segundos. Por miedo a que vea mi duda, me acerco.

- ¿Qué tal? -digo en un tono claro, como si me estuviera esperando para almorzar o como si mi llegada fuera, por alguna razón, largamente querida.

No sé si fue alguno de mis gesto o qué, pero antes de saludarme, me indica con la mano que me siente junto a él. O, tal vez, todo se dé al mismo tiempo:

- ¿Qué tal, che? -dice y me indica el asiento. Sentate.

Un olor a pescado sube desde la mesa. Un color claro, beige tirando a marrón, dos o tres pequeños montículos de atún desparramados en un plato blanco y del que casi no quedan restos. No sé si sentarme. No sé si decir que no es desmerecer al padre de mi novia.

- No, estoy de pasada -digo, pero en mi tono ya hay algo extraño-. ¿De pasada? No estoy hablando con uno de mis amigos. No sé si en su vocabulario figura este modismo. Como algo y me voy -aclaro y el padre de mi novia repite el gesto para que me siente.

- ¿Qué hacés por acá? -dice él y yo apoyo mi bolso en una de las sillas, pero no me siento, por lo que el padre de mi novia asiente con la cabeza de forma rítmica y no sé si le está dando un cosquilléo en la nuca o si espera que, finalmente, me siente, porque no me mira a mí sino a la silla.

- De pasada -repito y soy un idiota que no terminó el secundario y no puede elaborar una idea más o menos concreta sobre mi situación-. Vivo acá cerca -termino por decir y apoyo mi rodilla en el asiento, lo que genera más dudas sobre si estoy o no sentado.

- Ah, claro -dice el padre de mi novia y hace un gesto que hace sospechar que va a decir algo más, pero su silencio es completo por lo que me obligo a decir algo.

- Todos los lunes estás por acá, ¿no? -digo porque sé que va al psicoanalista cerca mi casa, porque hace uno o dos meses pidió recomendaciones sobre algún bar para comer al mediodía antes de ir a su analista y yo le recomendé este-

- Los miércoles -dice y me mira directo a los ojos y yo saco la rodilla del asiento y miro el salad bar que hay en el otro costado del lugar-. Hoy es miércoles -insiste.

Claro, es miércoles, digo para mí y veo el calendario de la pantalla de mi computadora como si la tuviera frente a mí. Es miércoles, claro, digo y cuando veo los ojos de mi suegro (aunque no estamos casados con mi novia), descubro qué piensa. No que estoy desconcentrado por cualquier motivo ridículo o tribial. No que estoy con la cabeza en cosas del laburo o que tengo hambre y estoy algo desorientado. No: piensa que acabo de tener una aventura con una chica. Sus ojos que miran mi pelo mojado dicen eso: de dónde venís no era una pregunta casual, inocente, nada de la conversación que venimos llevando es inocente. Por un momento, dudo: ¿tuve o no un amorío con una moza o una chica que conocí en el chat?

- Podemos comer algún miércoles antes que entres a sesión -todo lo que digo suena falso, a embaucador, a falso testigo en juicio por tenencia de hijos. ¿Es bueno el analista? -digo y no termino de entender mi propia pregunta: a dónde quiero llegar.

- Muy bueno. Habla poco, pero es bueno.

Los dos nos reímos, pero mi risa es más bien nerviosa y poco natural. Me digo que tengo que salir y comer una hamburguesa rápido porque voy a llegar tarde al laburo.

- Voy a comer algo -estoy tan colorado que me late la frente cuando me acerco al salad bar y busco un plato y me sirvo algo de atún y vuelvo a la mesa donde está mi suegro que se levanta en el mismo momento que yo me siento.

- Es exquisito el pescado -dice mientras deja los diarios en un costado y se prepara para irse.

Pienso en un llamado telefónico a su hija. En dos llamados (el mío y el suyo) apurados para llegar primero. Pienso en mi suegro saliendo del bar y marcando el teléfono de su hija y diciéndole que me acaba de ver y pidiéndole, a su manera, explicaciones. ¿De qué trabaja tu novio? ¿Qué hace al mediodía? Y más que nada: ¿Por qué alguien se baña a la una de la tarde? Pienso todo esto y por eso antes que mi suegro, o en el mismo momento que mi suegro me saluda, marco el número de mi novia. Como un idiota, digo:

- Llama.
Los dos volvemos a sonreír. Mi suegro saca plata del bolsillo, llama al mozo y le paga mientras el teléfono suena sin respuesta.

- Cobrá también lo de él -dice y me sonríe.

Pruebo el primer bocado con el teléfono en la oreja. No sé por qué le hago una pregunta ridícula antes que se vaya:

-¿Psicoanalista hombre o mujer?

Me mira uno o dos segundos antes de decir nada.

- Mujer -dice, emprende la retirada del bar y veo, cuando se cierra la puerta de vidrio, que mira hacia ambos costados, que se decide por la izquierda y que antes de perderlo de vista, saca el teléfono y marca.

1 de noviembre de 2011

"Ayer vómitos como si estuviera embarazada". Encuentro este papel debajo de mi puerta. Qué es esto. ¿Alguien me lo dejó? Estaba al lado de la liquidación de expensas, pero era mucho más intrigante. Espero recibir novedades del tema pero por ahora consignos mis primeras hipótesis: 1)pensamiento de una vecina del edificio que, de casualidad, pasó por el séptimo y dejó caer, de casualidad, el papel y el papel, casualmente, se deslizó debajo de mi puerta 2)una vecina sueña que tuvo sexo conmigo y en respuesta a ese sueño piensa una frase rara hasta para ella y para desembarazársela (justamente), la escribe y la deja debajo de mi puerta 3)la novia de un vecino completamente enamorada de su novio quiere contar que está embarazada pero no sabe a quíen, tiene miedo y encuentra en mí, en mi cara de inocente o de hijo, el indicado para, al menos, contarme sus primeras sensaciones 4)el portero se enteró que escribo o que tengo ciertas inclinaciones hacia la escritura y tiene intenciones de lanzarse a la carrera literaria y quiere consultarme sobre este inicio que, de preguntarme, encuentro conmovedor y, por otra parte, muy atractivo 5)alguna novia mía que no veo hace mucho tiempo tuvo un hijo tras tener sexo conmigo y quiere hacermelo saber pero es psicótica y no encuentra otra manera que esta, dejarme una frase sobre sus primera impresiones 6)alguna joda de un amigo 7)la frase la escribí yo mismo hace algún tiempo, me olvidé por completo de ella y de alguna manera se me cayó y permaneció bajo la puerta hasta que la encontré.

Lo único que puedo hacer ahora es 1)esperar otras pistas 2)esperar un tiempo prudencial y saber que ó todo fue un error ó no lo fue pero todo lo que tuvo que decirse ya fue dicho y si me enteré o no, si me di cuenta o no, ya no es culpa de la persona que dejó el papel bajo mi puerta sino mía.

25 de octubre de 2011

Prefiero un té

Estábamos con mi novia en una parrilla un poco borrachos y nos reíamos de cualquier cosa. Con el pan, no nos dieron esas salsas raras y modernas, sino manteca. Simple y efectivo. Los manteles eran de tela. Los platos abundantes. Le decía a mi novia:

- Esta es una cultura vieja. Antes, las cosas eran así: te daban de comer bien, te querían llenar, te alimentaban en serio. Como una cultura de madre que quiere que su hijo crezca fuerte. Ahora -decía y era un profesor universitario-, hay más bien una cultura gay: todo muy estético, muy lindo, muy cuidado, todo perfecto, pero los platos son chicos y siempre te quedás con hambre.

No pudimos terminar ni el bife ni la ensalada completa. Yo estaba lleno y necesitaba dormir 12 horas. Mirábamos la carta de postres, pero, audaz, preferí pedirme un té.

- ¿Un té? -preguntó mi novia que tenía ganas de comer helado o algún postre elaborado-.

- Un té, sí -dije con mucha seguridad, cuando se acercó el mozo-.

- Si te pedís un Volcán y no te gusta, yo pago la cuenta -la voz del mozo menos un sonido que un golpe-.

-¿Qué cosa? -repuse porque no había terminado de escuchar o tal vez porque esperaba amedrentar al mozo, que de por sí era bajito y no tenía pinta de querer incomodar al cliente-.

- Si te pedís un Volcán y no te gusta, yo pago -repitió-.

- No, no -dije, apresurado-, prefiero un té -dije pero con una sonrisa que invitaba a la ofensa y, por qué no, a la humillación-. Dice que si nos pedimos un Volcán y no nos gusta, él paga la cuenta -le dije a mi novia como si no estuviera ahí-.

- Por mí... -dice ella-.

Por un instante pienso en pedir ese tan mentado Volcán y devolverlo. "Está pasado" o "La verdad, no me gusta". No pagar la cuenta y salir por la puerta.

- Bueno, ¿lo pido? -insiste el mozo sin cuidado-.

Yo estoy seguro que quiero un té. Es más: sé que si pido un Volcán (ya con ese nombre), no me voy a sentir bien. Porque estoy lleno y ya comí suficiente. Pero ahora, lo sé, la cosa va por otro carril. Es como la virilidad lo que está en juego. Un duelo concreto con el mozo bajito que sonríe. Final de western, un último round. Pero no quiero el Volcán, me digo convencido. Pienso: tal vez sea de hombre pedirme un té. Pienso: en bares modernos, en esos bares de cultura gay jamás estaríamos teniendo este tipo de discusión. "Quiero un té". "Muy bien, se lo traigo". Pero acá, en esta cultura vieja, el Volcán es una metáfora: si no podés comerte un Volcán, no sos hombre para esta mujer. Si no podés con un simple Volcán, cómo vas a poder con esta hembra. Comer o no comer un Volcán es tener o no tener pene. ¿Tengo, acaso, que hacer lo que el mozo quiere? 

- Yo no quiero Volcán -digo con la voz más potente que encuentro-.

- Si necesitan, yo ayudo -insiste el mozo que ya dejó de mirarme y sonríe-.

Y ahí es cuando se me ocurre la idea. Sonrío, pienso: si alguno tiene que sentirse incómodo, que sea el mozo. Pienso: lo mejor es terminar la situación de golpe. Pienso y sonrío: ¿te creés que no me doy cuenta? Pienso: ¿a ver qué hacés con esto?

- Si quieren, los dejo solos.

La cosa se distiende. El mozo niega, se va, trae un té. Pienso: fue una estrategia certera. Pienso: a fin de cuentas, gané.

- ¿Por qué le dijiste eso? -mi novia me ataca-. ¿Qué soy yo? ¿Que me querías, regalar? No me uses a mí. No, basta -dice cuando me acerco y quiero darle un beso y decirle que todo terminó-. No, salí.

Nos vamos. Caminamos a casa en silencio y aunque mi novia me reproche no haber dicho "quiero un té y listo", sé, estoy seguro, que la táctica utilizada fue la correcta. Si me ponía firme, serio, duro, la cosa se volvía, claramente, una pelea en potencia. Si le decía: mirá, traeme un té, eso es lo que te pedí, daba la posibilidad de que me respondiera: ¿qué te pasa, flaco, tenés algún problema? Abría la puerta para que llegara otro mozo: ¿pasa algo acá? Y otro: este chico ya de entrada que tiene mala onda. Y tal vez: ¿por qué no lo resolvemos afuera? E inclusive: ¿querés pelear vos o sos cagón? En ese caso, hubiera mirado a mi novia y hubiera tenido que responder: ok, vamos afuera. Ahora, estamos en la cama, a punto de dormirnos. Quiero tener sexo, pero ella no. Pienso: me desprecia. Pienso: hice mal, tendría que haber dado la pelea, aguantado un round, caer desplomado y, en el hospital, dejar que me cure, me acaricie y me ame: sabés qué, diría, sos el hombre que siempre soñe.  

13 de octubre de 2011

El otro día leía el diario de Kafka. Súper recomendado. También leía las cartas que le mandaba a su novia. 20, 30 cartas donde intenta seducirla de todas las maneras posibles. Le habla de Israel (Palestina, en ese momento), del cartero que demora sus cartas, de unas vacaciones en Austria, de las ganas de verla. Después se concreta el encuentro. No es seguro que la hayan pasado del todo bien. La fecha de las cartas son más distantes ahora, pero la cosa sigue. De pronto aparece la posibilidad del matrimonio. Kafka y Felice van derecho al altar. Pero Kafka entonces cambia. Ya no seduce. Ya no le dice lo lindo que sería conocer Palestina juntos. Ahora le habla de él. Y le habla mal. ¿Cómo puede ser que te quieras casar conmigo? ¿No te das cuenta que lo único que me interesa es escribir? ¿Que soy débil, taciturno, que llevo ojeras por dormir poco, que vivir conmigo sería como estar atada, condenada, perdida? ¿Que perderías tu vida alegre, tu oficina en Berlín, tus amistades, toda tu vida tal cual llevas? No la convence a Felice. Insiste con una estrategia insólita. Le manda una carta al padre de Felice. Le explica entonces lo que su hija no quiere escuchar. ¿Entiende, señor? Avísele a su hija lo que le espera de casarse conmigo. Una vida marchita. Una desgracia. En vez de hijos sanos, familia sana, va a resultar todo mal. Felice retiene la carta y, ¿inconsciente, loca, desesperada, descreida, susanita, enamorada? insiste con respetar el compromiso y llegar al altar. La cosa finalmente se corta, a pesar de ella y porque el joven Franz rompe lo pactado. 

9 de octubre de 2011

Ayer me di cuenta que este no es un gran blog. O que no es un blog en absoluto. Es más, que no me gusta siquiera la gente que escribe blogs. Que para escribir cosas largas (relatos, novelas) no es éste el mejor camino. Me di cuenta así, de repente, y fue como un fogonazo. Como cuando te das cuenta que no estás enamorado y listo, te das cuenta que ya podés olvidar a esa persona y dejarte de hacer el alma en pena y llorar, emborracharte y creer que la vida es una mierda. Listo. Me di cuenta. Me di cuenta eso mientras estaba en una fiesta. Una fiesta rara. Y digo rara y parezco conservador. Se casaban dos mujeres. Era en un patio y habían gays por todos lados. En un momento me parecía que me miraba una chica, pero no podía estar seguro si me miraba a mí o a mi novia. Fue una duda que no había tenido antes. Me imaginé un mundo lleno de gays (sí, tengo una cabeza primitiva) y donde los hetero no podíamos darnos un beso. Se lo comenté a mi novia y no se río en lo más mínimo. Pero seguía siendo raro estar en un mundo donde las reglas eran móviles y donde no sabía con certeza casi nada. También pensé una idea para una novela. Un escritor fracasado que le devuelven su 7 novela de una editorial y le piden que no manda más nada por favor. Ese escritor era el protagonista y yo podía tener la total libertad de escribir para el orto sin que nadie me diga nada porque el protagonista escribía mal. Me pareció una idea brillante y también me sentí un poco cobarde. Nueva regla para estos pequeños posteos: no corregir.

3 de octubre de 2011

Neurótico

15

Es fácil, me digo cuando pongo un precio irrisorio sobre la mesa.

-          ¿Cuánto? -dice el hombre sentado frente a mí-. Yo no sé si vos sabés con quién estás hablando -agrega, y se saca un mosquito que le molesta la cara-.

Por un momento pienso en decir la verdad: no tengo la menor idea. No sé tampoco qué estamos negociando. En verdad, sí: negociamos un mundo maravilloso, 6 ceros, aerolíneas y viajes a todos los confines de la tierra. El hombre me mira directo a los ojos y otra vez pienso en Federico Artime. Es un calco envejecido, y en esta media hora parece haber multiplicado sus canas y exagerado el cansancio de su expresión. Pienso en esa gente que en momentos de extrema tensión, envejece. Pero ¿es éste un momento de extrema tensión? O, peor: ¿soy yo el causante de esa tensión? Si es así, no tengo que ceder ni un centímetro en el reclamo. Es más, si cediera, si me volviera ridículamente bueno y le dijera: quedate tranquilo, todo va a salir bien. O le dijera: tenés todas las cartas a tu favor. O: tomate unas vacaciones y descansá. Si digo algo así, echaría todo a perder al instante.

-          Las fotos son una muestra de todo lo que sé sobre el embajador -es tan grave mi voz, que me sorprendo-. Agrego: Usted sabe, me interesan las infidelidades.

Soy el detective de una novela. Me acomodo unos anteojos imaginarios. Me levanto, dispuesto a dejar la habitación donde estamos, pero la mano de un guardaespaldas me detiene. Sentada junto a mí está mi novia, detrás, el guardaespaldas de mano pesada y en la puerta, dos matones custodian vaya uno a saber qué. ¿No tendría que retroceder y decir que todo es un error? No. Tengo que guardar silencio. Seguirles la corriente hasta vislumbrar tierra firme. Marinero en el siglo XV que viaja en carabela y ve un océano infinito.

-          ¿Por qué me secuestraron? –digo impaciente y viajo al centro de la tierra-.

-          Nadie lo secuestró a usted, Rodrigo -dice el hombre y no parece mentir-.

La puerta que custodian los dos matones es corrediza y un señor pelado y con un pequeño bigote, intenta abrirla. Se produce una pequeña discusión con uno de los matones, que espera paciente un minuto, pero después se cansa y con una mano empuja al pelado al piso y termina la conversación. Como si un policía hubiera dejado de iluminarme la cara, veo el lugar donde estamos: esto es un baño. Azulejos blancos y verdes en las paredes, dos mingitorios en el extremo opuesto al de la puerta.

-          ¿Dónde se cree que conseguí esta cicatriz entonces? - digo, sonrío y apoyo el dedo índice en medio de mi frente-.

Espero una de dos: nosotros no tenemos nada que ver. O: es cierto, fuimos nosotros, pero la lesión no estaba en los planes. Sin embargo, el hombre se levanta, agacha su cabeza, se corre el pelo para que pueda verle el cuello y dice:

-          No lo puede comparar con esta cicatriz, ¿no es cierto? –dice-.

Pero antes que empecemos una estúpida pelea sobre qué cicatriz es más profunda, se levanta y a su cara completamente roja, lo sigue una palidez extraña y al instante, el hombre cae desplomado. No sé qué hacer. Ni yo ni mi novia ni el guardaespaldas ni los dos matones. Estamos los cinco en completo silencio hasta que finalmente me levanto, me acerco, apoyo mi mano en su pecho y digo:

-          Creo que está muerto.

1 de octubre de 2011

Reunión temprano en un bar con la gente del edificio. Motivo: posible expulsión del administrador. Razones: nunca cumplió con sus obligaciones, no atiende el teléfono cuando se lo llama, no le pone los puntos al portero, no es de fiar. Estamos todos más o menos de acuerdo. Distendemos. La conversación fluye y ya parecemos amigos de toda la vida. Tomamos café, pero podríamos estar tomando cerveza un sábado a la noche en un reencuentro del secundario. Llega la vecina que me mira. Cada uno cuenta qué hace: un abogado, un economista, un personal trainer, dos ingenieros (uno en sistemas, otro industrial), una física. Digo que estudié letras y la vecina dice qué lindo. Es contadora. No tiene 40, sino 33. Se llama Alejadra. No me gusta lo de qué lindo. Me hace sentir un chico. Como cuando alguien te dice que se va a África a hacer un voluntariado para ayudar a la gente. Qué lindo. La gente que trabaja en la iglesia. Qué lindo. Las almas caritativas, los estudiantes de teatro. Qué lindo. Soy un chico para ella, es seguro. No soy como el economista de pelo corto ni el personal del cuerpo escultural. Cuando llega la cuenta, saco un billete de 100 y pago la mesa. Me comprometo a juntarme yo con el administrador y pedirle los comprobantes de pago de carga social del portero. Termina la reunión y le pregunto a Alejandra para dónde va. Me mira como si la estuviera invitando a salir y me dice que se encuentra con un amigo. Genial, le digo y me voy.  

30 de septiembre de 2011

No sé escribir. La cruda realidad. No sé pensar, que es más grave. No puedo elaborar un argumento. Una trama sólida. Son todas ideas sueltas que nunca terminan de configurar nada. Decepción. Pensaba esto y caminaba, daba vueltas por el living. Tengo que escribirle al director. Decirle que no. Que no se preocupe. Que siga con su vida. Yo no le puedo ofrecer nada. En mitad de la caminata por el living, la vecina otra vez. ¿Qué mira? No sé qué hace ni de qué trabaja. Debe pensar lo mismo de mí. Pero tengo que escribirle al director. Exponer, de entrada, que todo fue un error. Que no sé escribir y que tiene que entender. Que no pasa nada. Que se olvide. O que me robe la idea. Ahí está. Llevátela. Es tuya. Toda tuya. Hace lo que puedas y listo. Saqué entradas para ver a Drexler. Este sábado. No tengo que perder más tiempo y escribirle al director ya. Abro el mail. Un nuevo correo suyo. Me anticipó. Ganó de mano. Dos líneas. Juntémonos. Un abrazo. Estoy en la lona. O peor. Estoy en la lona y el boxeador que está parado, me mira y me dice: dale, vení, vení cagón. Tengo que escribirle y decirle que todo fue un error. Ya.

29 de septiembre de 2011

Tengo que comprar una maceta nueva. Ayer la lluvia rompió una maceta colorida y todo el balcón se llenó de tierra. Limpié durante una hora antes de desayunar. Cuando terminé, me di cuenta que una vecina había estado mirándome todo el tiempo. La miré, pero no cambió de posición. Es una vecina nueva. La semana pasada la vi tomando sol en una reposera. Es rubia y debe tener más de 40 años. No es linda. Del director no hay novedades. Tengo que saber qué piensa de la historia. Si le parece atrayente. Tengo que resolver todo en muy poco tiempo porque las ideas me duran poco. Pasa una semana y ya no me interesa. Es diferente cuando alguien se quiere sumar al proyecto. Ahí descanso. Media hora más tarde salí al balcón de nuevo. Traté de no levantar la cabeza por cinco minutos y solamente me interesaba secar el piso mojado. Cuando levanté la vista, la vecina ya se había ido. El vivero queda en S.Ortiz a dos cuadras de mi casa. La maceta me la vendió una tal Adela. Me dijo que era resistente y que no me preocupara. Tengo que ir y pedirle como mínimo un pedido de disculpa. Prefiero que me devuelva la plata o me dé otra maceta.

28 de septiembre de 2011

Tengo que terminar de escribir el piloto de una serie. Ya está el actor principal. Me contacté con el director. Tengo que escribir una novela. El director me prometió una respuesta hace 2 semanas. El otro día le mandé otro mail. Quedate tranquilo, decía en la última línea. "Quedate tranquilo" suena a sos ansioso. O a no tenés experiencia y de eso yo me doy cuenta. Me doy cuenta yo que sí tengo experiencia. "Quedate tranquilo" era como decirme por qué no mirás mi currículum. Por qué no lo mirás y me dejás de joder. Estuve a punto de responderle. Tratame bien, le iba a poner. Tengo que escribir una novela y no estos guiones. Tengo que escribir una página por día y tener dentro de un año una novela de 365 páginas. Ganar un premio y volverme famoso y no poder ir a bares porque la gente me pide autógrafos. Tengo que pagar el celular que venció ayer. Tengo que comprar bombones para llevar a lo de mi abuela mañana. Llamar a mis tíos para agradecer por la camisa que me quedó chica. Tengo tanta ropa que no me va. Tengo que regalarla. Hacer un acto de caridad. Si esta noche no tengo respuesta voy a insistir con el director. Darle un ultimatum. O estás o no estás. Decidí vos.      

27 de septiembre de 2011

Diario

Hoy vence el teléfono celular. Tengo que juntar plata para pagar las expensas. Tengo que pedir un turno para llevar el estudio de sangre. La médica me pidió que dejara de comer mal y me obligó a hacérmelo y llevárselo. Hoy se cumplen 40 días. Cuarentena. La luz ya venció. Segundo vencimiento: 5 de octubre. En su momento reclamé que venía demasiado. Lo consulté con amigos y familia. Todos me dijeron: es una barbaridad lo que te viene. Llame y discutí por eso. Los de Edenor me dijeron: desconecte el medidor. No lo hice. Tengo que terminar de armar un curso de literatura que voy a dar el año que viene. Tengo que leer el libro de un amigo que me pidió por favor una crítica cuanto antes. Hace 2 meses. Este viernes lo veo en una reunión que organizamos con ex compañeros de un taller literario. No sé qué decirle. Mi amigo es grandote. Hizo karate y sabe dislocar el hombro en una toma. Tal vez no vaya a la reunión este viernes. Tengo que pensar una excusa. No voy a llevarle el estudio a la médica. Lo leí y no tengo nada. Estoy dentro del promedio en el 90 % de los datos. Tengo que sacar entradas para ver a Drexler.

9 de septiembre de 2011

Neurótico

14

Tiro la cadena, me subo el cierre del jean y vuelvo al salón. Miro cada detalle, cada pareja, registro todo como robot o lobo a punto de capturar una presa. Tengo algo de hipo que disimulo apretándome la nariz, pero no, no probé una gota de alcohol. Las manos en los bolsillos. Empiezo a creer que todo tiene algún sentido. Que las cosas no pasan porque sí. Es como un acertijo, un enigma que, resuelto, me deja en un mundo sin privaciones. Sin hambre. Sin ninguno de los males que nos aquejan. País abierto a todo ciudadano del mundo que quiera habitarlo, me digo y soy un político del siglo XIX. Tengo confianza. Esa es la palabra: confianza.

-  ¿Qué tenés? -me ataja mi novia en medio del salón.

¿Qué tengo? Busco espejos en paredes. Miro el techo. Busco manchas en mi piel. Miro mi camisa y sí, un pequeño círculo rojo de sangre. Lo toco: seco como calor en provincia norteña. Consecuencia de un golpe al inicio de la noche. No es noticia ya. Miro a mi novia otra vez. Tres viejas a su alrededor. Por un momento pienso en custodias. Guardaespaldas que disimulan. Van a guiarnos a un asensor, una terraza, un helicóptero y un país vecino. Nos van a borrar del mapa. Ya somos recuerdos. Exagero: son tres viejas amigables. ¿Qué tengo? No tengo pasajes para Cancún ni para las Cataratas. No tengo nada. O sí.

-  Tengo hipo.

Las tres viejas sonríen. Mi novia, no. Mira directamente mi mano izquierda. Bajo la vista: en mi mano, una carpeta llena de papeles. ¿De dónde sacaste todo esto? Una sola respuesta: del baño. Sé que estoy en problemas cuando un mozo se acerca y me ofrece otra copa. No, gracias. No tomar nada es una obligación cuando estoy en servicio. ¿Qué servicio? Se me pone todo blanco, me baja la presión y miro el piso como un refugio. Quiero entender. Entrar en una clase y escuchar una profesora explicar cuál es el sujeto y cuál el predicado en una oración. ¿Tanto pido? Confesá, me digo y soy un cura que quiere mi bien. No sé qué tengo que confesar, pero sí sé que tengo que decir algo.

- Alguien se la olvidó -digo, pero acentuó la última vocal de manera extraña y suena más bien como una pregunta.

Involuntariamente abro la carpeta para confirmar alguna de las hipótesis: hay hojas en blanco. Hay contratos escritos en otro idioma. Hay fotos de parejas entrando a albergues transitorios. Muchas parejas o más bien una pareja. Muchas días o más bien uno. Muchas poses sexuales. Muchas. Esto es confidencial. Esto es confidencial. No tengo que estar viendo esto. Confesá, me dice un cura interior que no me cononce y quiere mi mal.

-  Yo no sé nada -digo, pero otra vez suena como pregunta.

Mi novia y las tres viejas me miran como un loco con una bomba atada al pecho que responde preguntas que no le hacen con otras preguntas. ¿Yo no sé nada? Vuelvo a preguntar, pero esta vez en voz baja y solamente para mí. Mi brazo izquiedo otra vez se me paraliza. Tengo que volver a ese médico que hablo de hacer estudios. En verdad están los estudios, tengo que buscarlos y llevárselos. La carpeta se me cae al suelo y el anillado se abre. Fotos porno boca arriba se dejan ver sin pudor. Dos mozos llegan apurados y las levantan. Yo, mudo, espero algo inesperado: que me trague la tierra. Que me de un ataque. Que se corte la luz. Nada de eso. El salón vuelve a la normalidad. Se renuevan conversaciones, se distiende el ambiente, se llevan las fotos. Aunque nadie me mira, ya todos saben que soy un invitado peligroso. Psicoanalista que difunde secretos. Loco con bomba debajo de la camisa. Miro mi pecho para estar seguro.

- Bond -me dice una de las viejas, se separa de las otras dos y me saluda. Siempre imaginé que iba a ser más parecido a James Bond, pero debés tener tu encanto – dice y agrega: te estuvimos esperando toda la noche.

29 de agosto de 2011

Incendio

Mis amigos dicen que tengo suerte, pero yo no estoy tan seguro. Nunca gané en el casino, no sé jugar al póquer, no sé mentir al truco. Suerte pero de otra manera, dicen. Suspendiste el viaje a Cataratas y el micro chocó y fue una tragedia. Decidiste no ir el fin de semana largo a Tigre y la lancha colectivo se llevó un poste por delante. Es cierto, pero también lo es que las dos veces me quedé porque internaban a mi madre: una fuerte angina y un dolor agudo en el abdomen.

Me mudé solo hace más o menos un año, un edificio a estrenar que todavía tiene la mayoría de sus departamentos en venta. No conocía a casi ningún vecino hasta la noche del viernes cuando se incendiaron los medidores de luz en la planta baja. Los bomberos, dos policías y cuatro trabajadores de la compañía de seguros no dudaron: fue una desgracia con suerte. Mucho humo, olor a tostada quemada, pero no se incendió ni explotó ninguno de los autos de la vereda.

Todos los vecinos logramos salir a salvo y éramos un grupo de desconocidos que miraba fascinado cómo el agua acababa con el fuego. Miré orgulloso a mi alrededor y por un momento sentí que yo era el verdadero héroe, que yo era el salvador y no el esforzado bombero. Me sentía inmune, colosal. ¿Heredia? Giré y aunque negaba con la cabeza, decía que sí: una hermosa mujer de unos treinta años, el pelo lacio, la piel bronceada, los ojos miel, me confundía, sí, le decía, no, pero vos sos Parodi. Heredia fue mi compañero de banco todo el primario, dije. Y la carpeta verde, los mapas, la letra horrible y los manchones de tinta volvían a estar sobre el último banco en la clase de geografía. Y Parodi, la hermosa profesora que dictaba las provincias, que hablaba de la formación de las cordilleras o que explicaba por qué se producían las lluvias, Parodi, la temprana mujer de mis tempranos sueños, estaba ahí, conmigo, ahí, idéntica, ¿qué edad tenés? pregunté un poco absorto, ridículo, y aunque con mi mano extendida le decía que no, que no hacía falta que respondiera, ya era tarde: había cumplido treinta y seis años el sábado y quería saber si los parecía.

En el bar le dije que no. Y mentí cuando preguntó si fumaba y me ofreció un cigarrillo, porque negarme era volver a ser el chico de once años que la escuchaba obnubilado. Pude contener bastante la tos y el fuerte dolor de cabeza desapareció al amanecer. No recuerdo casi nada de lo que hablamos, pero sí la promesa de acompañarla al teatro a ver Edipo Rey. No creo en las casualidades, dijo al despedirnos, creo que borracha, mientras me contaba que una semana antes se había separado definitivamente y que esas dos entradas eran el regalo de su cumpleaños.

No tuve que pasarla a buscar sino avisarle con un mensaje de texto que ya estaba listo, y bajamos juntos en el mismo ascensor. Se terminó de retocar en el espejo, frente a mí, y el corto vestido negro, las medias oscuras, los tacos, la ausencia del anillo que había visto en su dedo anular, todo eso junto, hacía presuponer un gran destino para esta noche. Llegamos al teatro cinco minutos antes de la función, y, caballero, ofrecí comprar algunos chocolates. Cuatro minutos más tarde entraba en una sala a oscuras y su mano extendida me hacía notar cuál era mi lugar.

La obra era intensa, oscura, Heredia, dijo en voz muy baja, ¿te gusta? Dije que sí apresurado y no tuve reproches con que volviera a confundir mi apellido. Podía ser Heredia, Andrade o Nicolino, pero la verdad es que era yo quien estaba ahí con ella. Aunque tal vez le diera lo mismo, era yo y no otro quien después la llevaría a su casa. Yo iba a cumplir el sueño de mis catorce compañeros. Yo la vería la desnuda, yo. Pero entonces me alarmé. Con Parodi nada había sido sexual: imaginaba que íbamos al cine, que tomábamos chocolatada, que bailábamos juntos, pero nunca pasaba de eso. No podía acostarme con Parodi. Parodi desnuda dejaría de ser la mujer de los sueños de mis once años. Pensé en inventar un dolor de estómago para terminar en ese mismo momento la noche, pero ella ya estaba tomando mi mano. Era una mujer separada que no iba a peder tiempo con chiquilinadas. Vamos al auto, dije y los dos estábamos apurados pero por diferentes razones.

Antes de subirnos, compré mi primer paquete de cigarrillos y comencé a fumar enérgico, uno tras otro. A dónde me llevás, preguntó cuando parecía dar vueltas perdido por toda la ciudad. No había que poner ninguna excusa para ir a su casa o a la mía, era lo más normal: vive solo dos pisos debajo de mi departamento. En vez de eso estacioné el auto en un lugar alejado. Reconocí de fondo la ex cárcel de Caseros. Sin preguntar, se sacó las botas. Sin decir nada, el vestido. Los vidrios estaban empañados y cuando empezó a desabotonarme el pantalón, sentí un olor extraño pero conocido a la vez. No es nada, quiso decir, pero dijo otra cosa: se te está incendiando el auto.

Los bomberos llegaron quince minutos después y apagaron un fuego que destrozó gran parte de los asientos de atrás. La noche terminó ahí. Nos tomamos un taxi hasta el mismo edificio y no dije nada cuando se bajó en el quinto. Sos un tipo con suerte, pensé en la frase de mis amigos y pude dormir en paz con un dolor de cabeza que, al despertar, ya no estaba. 

28 de julio de 2011

Neurótico

13

Necesito saber dónde estoy. Pero no descubrirme. No irritar a nadie. Invisible como el ala de una mariposa. ¿Cómo el ala de qué? Un árbol en el Amazonas. Una araña en el sistema solar. Una poderosa fuerza invisible como la gravedad. Ir de a poco y no sacar todas las credenciales. Mi novia connmigo. Mi novia me escucha. Me sigue. Asiente cuando digo que todo va a estar bien. No quiero que termine este paréntesis. Saber dónde estoy, pero no despertar a mi novia de su profundo sueño donde soy quien no soy. Militar condecorado. Dos o tres medallas en mi pecho. Pensión, jubilación de privilegio y toda una vida por delante de lujos y despilfarro. No, no tanto. Mi novia a mi lado y un hombre de traje frente a nosotros. Tengo que saber dónde estamos y por qué.

- ¿Llegó el embajador?

No sé por qué pregunto eso, pero me gusta. Es acertado, grandilocuente, audaz. Me gusta. La pelota de su lado. Soy una sonrisa que el hombre no mira, porque observa la pequeña cicatriz en mi frente. ¿Qué mirás? Estoy a punto de decir. Estoy a punto de salir corriendo también.

- ¿Cómo sabe que venía el embajador?

¿Cómo sé? ¿Cómo sé que venía el embajador? ¿Qué embajador? Invento una puteada y no la digo por miedo a ser descubierto. Ya pasaron 5 segundos y estoy en un pileta de natación en los juegos olímpicos quieto. Dale campeón, dice un imaginario público argentino que pagó pasaje y estadía y espera más de su competidor.

- Yo soy amigo de Federico -digo y levanto las cejas.

No sé por qué pienso en Federico Artime. No lo veo hace por lo menos 7 años. Era rencoroso y mal jugador de fútbol. Me enseñó a silvar una mañana fría. Sí sé por qué. Porque el hombre que tengo frente a mí es exactamente igual a él. Un calco, pero viejo y canoso. La nariz pequeña y redonda. Los pómulos altos y rojos. La mirada celeste.

- Entonces, vos debés ser Rodrigo -dice mirándome a los ojos.

Desvío la mirada. El mozo secuestrador sirve dos copas de champagne en el otro extremo del salón. Sonrisa inocente de quien es mozo todas las horas de su vida. Ojos claros de prontuario limpio. No te desconcentres, me grito radical. Todo esto es una trampa. Mi novia aprieta un poco más mi brazo. Es una trampa, el hombre está midiendo cada una de tus palabras. Rodrigo es una fantasía. Brasa caliente. Si soy Rodrigo, el hombre comprueba que no soy Rodrigo. Porque Rodrigo no existe. Tenés que decir algo, dice mi novia en mi oído, o tal vez es sólo mi voz.

- ¿Rodrigo qué?

Excelente, digo eufórico en silencio. Excelente. Estoy tan feliz de mi hallazgo que sonrío sin darme cuenta. O me doy cuenta pero no me importa.

- Un verre de champagne? -dice un mozo al ofrecernos dos copas de champagne.

Sigo con mi idea de no aceptar nada de la fiesta.  Mi novia, en cambio, toma la copa. La miro: ¿A qué estás jugando? ¿Para qué lado pateas?

- Rodrigo Rodriguez.

¿Rodrigo Rodriguez? Es el nombre más ridículo que escuché en toda mi vida. Ganas de reirme en su cara. De decir: ¿Esto es todo lo que podés hacer? ¿Se te acabaron los trucos? No me hace falta la bandera a cuadros para ser el ganador. No sabés quién soy y yo sé que vos me estás engañando. Que me querés tirar la lengua. Que todo lo que decís es falso. Tendría que ser espía. Este trabajo lo hago a la perfección.

- Y yo soy Romina -dice mi novia, se acerca y le da un beso.

Está roja, eufórica y no sé si es por el champagne o por lo que acaba de decir. ¿Por qué mentís? ¿Qué clase de estrategia tenemos? ¿Dónde estamos? ¿Qué estamos haciendo? Poneme al tanto porque sino me voy. Te juro que me voy.

- ¿Cómo se va a ir ahora Rodrigo? Esto está empezando nomás -dice el hombre cuando se abre una puerta y todos los invitados entramos a un salón lleno de humo. 


25 de julio de 2011

El precio de un Pollock

Sebastián es alto. Tiene esa cara de afiche de película. Lo conocí hace 8 años cuando hicimos un curso de actuación para principiantes. Como muestra de fin de año, en vez de hacer escenas inconexas, decidimos hacer una obra. Yo la escribí. Sebastián, como todos, tuvo su participación: un personaje algo tonto pero divertido, que se metía en la casa de otro, se acostaba con la mujer del otro y hasta lo convencía de que era todo mentira. La obra duró una representación. No fue, lo que se dice, un éxito, pero me valió algunas críticas favorables de amigos y no tanto (no tan amigos, no tan favorables).

Y ahora, al bajar del subte, en un extraño pasaje de la salida “Nueve de julio”, lo veo. Está igual. Parecido, tiene algunos años más. Tiene algo de barba. La misma sonrisa. Y vende cuadros. No suyos. Tiene algo así como una galería de arte con pinturas de diferentes autores. Me alegro de verlo. Hablamos de nuestras vidas: no sé cuántas veces nos vimos después de ese pequeño estreno. En verdad sí sé: dos veces. Una ese verano, otra hace algunos años, de casualidad, en este pasaje. Él también se alegra de verme. Vive solo. Vivió en Italia. No actúa, pero sí baila tango. Me encanta bailar tango, dice. Viajó a Italia porque conoció una mujer y se enamoró. Hablamos de mujeres, de novias, de las mujeres de aquel grupo de teatro. Estoy seguro de haberme acostado con dos de ellas. Estoy seguro que él también se acostó con esas dos. Probablemente también con otras dos. Y con la última no sé, pero es muy posible. Los caminos de la vida, dice, sí. Me despido, pero antes le digo que voy a volver. Sí. Voy a traer a mi novia para que elija un cuadro. Nos estamos por mudar. Es una muy buena idea así que nos vemos la semana que viene.

Se lo comento a Sofía y también le parece una buena idea. Ahora está con la astrología y cosas del feng shui por la casa, con espejos en lugares que no son el baño y equilibrios del yo con los muebles y las cortinas. No quiero, le digo, traer un cuadro y arruinar esta armonía. Se ríe con esa sonrisa de dientes blancos de publicidad. No sé qué hice para merecerla. Siempre lo pensé. Que cuando se diera cuenta, se iba a ir. Pero no pasó y ahora estamos por mudarnos.

Por cosas del trabajo, le digo de encontrarnos ahí. Se va a perder porque siempre se pierde, pero bueno, así son las cosas. A las 13 horas allá, digo. Puntuales, digo, pero estoy llegando media hora tarde. No tengo llamados ni mensajes en el celular y tengo dos hipótesis: la primera, todavía no llegó. La segunda: mi celular no tiene señal acá abajo. Pero las dos hipótesis se vuelven ridículas cuando llego y los veo sonreír juntos. Te iba a presentar pero creo que no hace falta, digo. Si no fuera el tipo con el que ella va a vivir, diría que hacen una hermosa pareja. ¿De qué pudieron hablar media hora? ¿Llegó hace media hora? Tal vez llegó hace un minuto y se ríe nerviosa de un mal chiste. No, dice, llegué antes. Tenía miedo de perderme y salí temprano. Llegué antes. ¿Antes cuánto? ¿10 minutos, 20, una hora? Otra vez se ríen y esta vez no sé de qué. De qué se ríen, eh, pienso. Miramos un poco las pinturas. El lugar parece más chico. Y hace más calor. Me gusta uno de… me olvidó por completo el nombre del pintor. Me acerco al cuadro y leo su firma. Quinquela, bruto, dice mi novia. ¿Yo, bruto? Pienso que seguí una carrera universitaria. Me recibí con honores. Apenas me olvidé el nombre de un pintor y ahora soy bruto. ¿Bruto, yo? ¿Yo no estoy buscando que los colores del cuadro tengan no sé qué matiz para que en la casa haya progreso y armonía? A mí ni siquiera me importa el cuadro. Tuve este gesto para hacer una mudanza compartida. Sofía sigue riéndose de la ocurrencia de un Sebastián que improvisa un paso de tango. Bailás bien tango, eh, dice. Y sí, baila bien. No hace otra cosa que bailar tango y vender cuadros. Sí, baila bien, sí. No nos ponemos de acuerdo con Sofía. Fui decidido a dejarla elegir, un trámite, pero ese cuadro no me gusta. No me gustan los cuadros a lo Pollock. Que tiren una lata de pintura y me lo vendan por 3 lucas. Digo: ¿no es un poco mucho 3 mil por esto? Me miran: soy el bruto que necesitan. Vemos dos o tres lienzos más. Sebastián una estatua viviente al que no le tiran monedas: quieto y no habla. Sofía dice: vamos. No quiero elegir ningún cuadro. Está bien, pienso. Digo: está bien. Saludo a Sebastián. Camino con Sofía sin darnos la mano. Nos despedimos en el andén: vamos en direcciones opuestas. Mi tren llega primero. Subo. El traqueteo se vuelve constante y es la música de fondo de un solo pensamiento: qué cagada. O de dos: no sé si hice del todo bien en traerla.  

Revista "Mutis x el Foro", #15, Oct-Nov 2010. 

22 de julio de 2011

Próximos estrenos

Las cosas fluían. Después de pagar, dos por uno, entradas de cine y comprobar, como aseguró la simpática boletara, buenas ubicaciones, y cuando, oscuridad en la sala, inminencia de comedia romántica, surgió, espontáneo, un beso corto de pareja asentada, creí, tal vez equivocado, pero creí ver igual que todos nos miraban con cierta envidia.

La película fue bastante aburrida. Salimos de la sala, y aunque conozco a Lucía hace más o menos tres semanas, las otras parejas al vernos sonreír piensan, o deben pensar, que somos felices: pareja sólida que hasta puede compartir una mala película sin fastidiarse. La escalera mecánica quieta, el aire acondicionado que nunca se encendió esta calurosa noche de verano, nada nos provoca muecas de desagrado o descontento.

Comienza a llover. Esperamos dentro del complejo hasta que pare y con Lucía en el baño, miro, uno a uno, los afiches de los próximos estrenos. Dos minutos después, en el momento en que dos manos me tapan los ojos, probable gesto enamorado de enamorada, como si no supiera quién pudiera ser, me desprendo apurado. El afiche: Federico Luppi y Norma Aleandro, entre otros, actúan en la película que dirige, para mi gran sorpresa, un conocido con el que compartí un grupo de teatro hace más o menos ocho años. Mientras Lucía a mis espaldas pregunta qué te pasa, vuelvo a leer el nombre del director: Gastón Arregui. Trato de recordar si aquel compañero era Arregui o Aguirre. Busco sin éxito fotos del director en el afiche. Miro detrás del afiche, como si alguien pudiera estar escondido o fuera todo un truco con no sé qué razón. Y no sé por qué a mí, feliz partenaire de una pareja feliz, que no me dediqué al cine, que no pasé de cursos juveniles en centros culturales, que, redondamente, no me interesa la profesión de director, a mí, que espero otras cosas de la vida, eso, ese éxito ajeno, me irrita tanto, que desde ese momento y hasta el final de la noche, sólo voy a querer volver a mi casa, encender la computadora, conectarme a Internet y poner Gastón Arregui + director + fotos, y ver si es o no el mismo tipo con el que, hace casi una década, improvisamos una situación de dos personajes que pelean por dos tomates en una verdulería.

Lucía me nota extraño, qué te pasa. Cuando vuelvo a la boletería donde, dos horas y media antes, dos por uno, saqué entradas de una película que, digo, es pésima, la boletera no sabe qué decir. Es un robo esto, digo a la incrédula boletera que, gorrito del complejo puesto, mira al supervisor como si quien le hablara estuviera loco, y quien le habla soy yo, qué te pasa digo, mirame cuando te hablo, y pregunto, más tranquilo, creo, si conoce al director de esa película argentina que promocionan con tantos afiches.

Lucía me agarra del brazo, ya nos vamos, dice cuando el supervisor, corbata del complejo, agarra el handy. Al darme vuelta veo, por cómo sonríen el supervisor, la boletera y un policía sin arma reglamentaria, que del espectador no se esperan cosas así.

Ya lo habíamos programado: vamos a un bar de la calle Costa Rica. No se me ocurre de qué hablar y me resisto a llenar espacios vacíos, signo de pareja naciente o en decadencia: silencio por cincuenta minutos. Paga cada uno su parte, beso en la mejilla y no sé por qué no deja que la lleve. No quiere ni que la acerque. Dice: prefiero caminar. ¿Con esta lluvia? pregunto, pero quiere prepararse para la maratón Nike 42 kilómetros. No insisto. Ya está. Manejo veloz hasta mi casa. Enciendo urgente la P.C. Busco a Gastón Arregui y acaba de terminar su primera película, estreno en veinte salas. Un obsesivo de los detalles, pero, también, una persona tranquila. Su foto ahora ocupa toda la pantalla. No lo conozco en lo más mínimo. No creo habérmelo cruzado jamás. Me río de la escena en la boletería antes de dormirme, pero después no me duermo. Algo me cayó mal. Y a la mañana siguiente, no sé por qué, Lucía no me atiende el teléfono. No responde mis llamados. No devuelve los mensajes. Pero me tranquilizo: debe seguir corriendo.

Revista "Mutis x el foro", # 9, Abril/Mayo 2009
Revista "Ñ", .345, 8 de Mayo 2010

El cielo de los burlones

No sé a vos qué te parece. Decirle no estudié, voy poco al teatro, o cosas por el estilo, no es opción. Decirle todavía vivo con mi madre no es opción. Llego con mis dos vasos de cervezas y aunque Nadia pregunta si están frías, no hace falta que responda para que ella hable. Hace diez minutos me habla del teatro. Claudio, dijo, vi tu obra, me encantó. No me llamo Claudio pero no dije nada. Repite mi nombre de pila –equivocado-, me halaga: porque son todos personajes con fuerza, Claudio. Para eso sirven los reencuentros del secundario: no sólo para decir qué hizo cada uno con su vida y tomar cerveza, también para confundirnos. Nadia acaba de confundirme: soy un nuevo dramaturgo que acaba de presentar una obra teatral que varios diarios ya califican de virtuosa. Cómo se te ocurrió, dice entonces. No quiero perder la oportunidad de pasar esta noche con Nadia, pero no sé qué responder –no tengo inventiva. Levanto la mirada: estamos todos muy apretados porque llueve y el bar afuera está cerrado. No lo veo a Claudio, pero veo, sí, cerca de la entrada, en el otro extremo, a dos ex compañeros que conversan. Cualquiera de ellos, pienso, podría decirme dónde está Claudio. Me esperás que los saludo –diez años sin verlos me justifica-, esperame un minuto, digo y la miro directo a los ojos.
 
No sé vos qué harías, pero no es mentir. Es difícil pasar entre tanta gente porque llueve cada vez más. Cuando Nadia termine el vaso de cerveza tal vez recuerde mi nombre –o el del dramaturgo- o ya alguien le diga algo de mí. Cuento con un tiempo líquido de cerveza que ingresa en el cuerpo de Nadia. Saludo a los dos ex compañeros y pregunto apurado qué hacen de sus vidas y si lo vieron a Claudio. Los dos me miran desconcertados. No responden, se ríen, se miran entre sí, dicen: y qué hiciste vos de tu vida. Y uno agrega: siempre fuiste un poco payaso vos. No lo tomo como un ataque. Siempre riéndote de todos vos. Lo que menos necesito en este momento es un revisionismo histórico. Un ataque directo sobre ciertos excesos de bachiller. Muy cancherito eras. Si el secundario es el cielo de los burlones no es culpa mía. Que esos dos ex compañeros pudieran haber usado anteojos, aparatos o plantillas; que hayan sido petisos; que fueran afeminados, raquíticos; que sus apellidos se pudieran rimar: qué tengo yo que ver. Seguro que sos publicista o ejecutivo de cuentas o joven empresario. Miro hacia atrás y el vaso de cerveza de Nadia por la mitad. Te preguntamos primero, mienten cuando insisto, y respondo lo único que puede calmar esos espíritus vengativos: vivo con mi mamá, trabajo en una fábrica de pastas. A Claudio, termino por preguntar, lo vieron entrar.


No sé si me seguís. Pero el gran dramaturgo que esperaba Nadia no había ido al reencuentro. Y entonces yo no tengo modo de saber cómo fue que se me ocurrió la obra. Mentir es una opción que ya rechacé. Sin quererlo, el lugar es demasiado chico y llueve demasiado, me empujan hacia la barra. En el otro extremo Nadia me mira, sonríe, me muestra su vaso de cerveza casi vacío y vuelve a sonreír. No creo que esté burlándose de mí. Voy a pedir dos vasos de cerveza, y voy a llevarle uno, y voy a decirle la verdad. Y después irme. Detrás de la barra una chica espera que le pague: su cara blanca iluminada por la pantalla de una computadora. Tenés Internet, pregunto entonces esperanzado, y a sus evasivas la conmueve no sé qué urgencia. Memorizo el título de la obra y algunas anécdotas. Hay un blog con fotos de algunos actores pero no la de Claudio, y varias críticas de diarios. Varias veces la palabra virtuosa. Mentiroso, dice la chica de la barra, pero ya camino con mis dos vasos de cerveza hacia Nadia y su cara se ilumina sin necesidad de pantallas blancas.

No sé bien si contarte los detalles. Media hora después entrábamos mojados en el auto de Nadia. No tuve que insistir para ir a su casa y no a la mía: tenía que despertarse temprano, que bañarse y cambiarse rápido porque tenía que presentar no sé qué proyecto en no sé qué universidad con no sé qué objetivo. A esa altura ya nos habíamos besado y aprovechábamos cada semáforo en rojo y cada uno de los vidrios polarizados. El departamento era moderno: no había nada que no fuera negro o blanco. No había biblioteca. Estoy un poco borracha, decía Nadia. Casi desnuda me hizo prometer llamarla al día siguiente. Te juro, mañana, dije afónico y volvía a tener diez años menos y toda la vida por delante.


 Me tuve que ir apurado a la mañana, casi no dormí. Me despidió en la puerta con un beso corto, y estaba apurada o nerviosa porque no me dejó revisar si me había olvidado algo. Un tibio sol secaba un poco las veredas. Me acordé del secundario y de noches interminables de boliches y borracheras. Tuve un instante de felicidad incluso al darme cuenta de que había olvidado darme su teléfono. No sé bien qué pensás. Si hice bien o mal. Si tendría que haberle dicho todo, aunque sea a la mañana. O dejarle una nota. No sé bien. Después, cuando caminaba, se me ocurrió otra cosa. Que tal vez Nadia supo todo desde el principio. Que eso del proyecto de la universidad era pura mentira. Y que siempre supo bien mi nombre. Que sólo fue una apuesta con algunas amigas para saber quién esa noche se acostaba conmigo. La historia termina con final feliz, pero no sé para quién. 


Revista "MUTIS X EL FORO", # 7, Nov/Dic 2008.