28 de octubre de 2012

Todo el oro del mundo


El teléfono suena por tercera vez y Manuel, que se arrepiente en el acto, atiende.

Diga –dice con voz ronca, como si hubiera fumado toda la noche, como si la botella de whisky hubiera estado abierta y le hubiera servido para mitigar un insomnio que no tiene.

Señor, yo hablé con usted esta mañana –dice una voz masculina y cálida del otro lado.

Manuel suspira, como en las películas. Se rasca una barba inexistente. Abre los ojos y mira el reloj en su mesa de luz: 3:23 A.M.

No son horas de llamar –dice y hay algo paternal en su reclamo.

Es por el tema de la cuota –dicen del otro lado.

Sí, ya sé –dice Manuel-. Pero no son horas de llamar –insiste.

Está a punto de cortar y no lo hace. Enciende el velador y una luz fuerte y amarilla le da justo en los ojos. Los cierra. Le llega un hartazgo.

Hace dos meses avisé que no quería seguir en el club de pesca. Me pidieron un mail y lo mandé. ¿Qué más quieren?

Señor, está debiendo las cuotas de marzo y abril.

Manuel suspira. Vuelve a pensar en su hijo, lejos, en el extranjero, estudiando. Se acomoda en la cama. Se ve gordo. Ve una panza abultada, ve a un hombre dejado, cansado, retirado. Dice:

¿Cómo es tu nombre?

Del otro lado no contestan. Manuel piensa en sus sueños juveniles: una banda de rock y miles de mujeres presas de su encanto. Se ve la panza y apaga la luz. Vuelve a pensar en su hijo, lejos, otro continente, otra manera de pensar, un idioma que él no entiende, traje, corbata, todo el teatro, la simulación de tenerlo todo.

¿Qué harías con toda el oro del mundo? –pregunta Manuel mientras se levanta y, a oscuras, a tientas, va hasta la cocina. Decime: ¿Qué harías?

Señor, yo nada más lo llamo por las dos cuotas que debe.

Sí, pero decime. ¿Qué harías?

Del otro lado, silencio por uno o dos segundos.

Me iría lejos –responde.

Manuel abre la botella de whisky, y se sirve un vaso largo en una oscuridad recortada por la luz tibia de la heladera abierta.

¿Lejos dónde? –quiere saber Manuel mientras coloca uno o dos cubitos de hielo en su vaso.

Lejos –es la respuesta seca de su interlocutor.

Manuel le da un buen trago a su vaso y se sienta en un silloncito verde y gastado. Mira una lampara apagada como si estuviera encendida, como si lo encandilara un sol alto, de mediodía, de medio oriente, y por eso cierra los ojos.

¿Dónde es lejos para vos? –pregunta Manuel. ¿Dónde vivís?

27 de abril de 2012

Todo lo demás

Desde que sé que voy a publicar un libro, no escribo. Hace casi dos meses. Una especie de abstinencia. Cuando hablé con el editor y me dijo "sí, nos interesa", pensé: ya mismo me pongo a escribir para tener otro libro dentro de tres meses. Lo pensé convencido. Llevo la libretita roja a todos lados. Miro conversaciones, miro a mi alrededor en busca de una historia, cualquiera, digna de ser escrita. El otro día me pasé una parada del subte porque pensé que ahí estaba, que eso era lo que necesitaba, que esa pareja discutiendo era exactamente el centro de un relato extenso donde un hombre se levanta de mal humor y ese mal humor se convierte en una pequeña discusión, y esa pequeña discusión termina por demoler las sólidas bases de la pareja. En el subte tenían el centro de la discusión. Y siguen por las escalera. Y en el bar. Y ninguno va a trabajar, porque se gritan. Pero en un momento, él se da cuenta que solamente un mal día lo llevó a decir esas cosas. Que a su mujer la ama. Que es capaz de hacer cualquier cosa por ella. Cualquiera. Que es capaz de tirarse de un paracaídas aunque tenga vértigo. Que incluso podría trabajar en ese trabajo que odia toda su vida: solamente para estar con ella. Que ella le importaba y no todo lo demás. Quiere decírselo, pero es tarde. Ella ya no lo escucha. Y lo deja solo. Pensando. Él después renuncia al trabajo. Y camina solo por la calle, en medio del frío. Cuando lo terminé, me dije: no es la gran cosa. No. No tiene el menor sentido. Pensé: es que perdí toda mi capacidad de escribir. Este libro, de pronta aparición es lo último, lo único. Pensé entonces: si es lo único, debería ser bastante mejor. Tuve tres segundos de duda sobre si llamar o no al editor para que suspenda todo. Te pido por favor, no lo publiques. No lo hice. No lo voy a hacer. Voy a seguir el consejo de mi padre: "el 99 % de la gente no sabe lo que hace, y el otro 1% no sabe lo que tiene". En verdad, no es un consejo. Es una de esas afirmaciones que lanza. Y que más que ayudar, marean. El último pensamiento que tengo cuando vuelvo a subirme al subte es simple: que sea lo que dios quiera.


11 de marzo de 2012

Papá

Tuvo el cuidado de llamar. De preguntar cómo estaba su ex mujer. De alegrarse –aunque fingía- cuando su hijo le decía que estaba bien, que estaba de viaje, con su pareja actual, en Europa.
Tuvo la sencillez de aceptar que no era –ni había sido nunca- amigo de su hijo. No preguntó de más: ni cómo iban las cosas en el trabajo, ni si había recibido algún aumento de sueldo, ni si pensaba casarse, ni si pensaba tener hijos. Preguntó si las cosas estaban bien con Judith. Y aceptó de buen grado una respuesta fría, seca, cortante: todo bien, papá.
Tuvo el cuidado de no alargar demasiado la conversación y, a los pocos minutos, fue al grano y preguntó si su consuegro estaba mejor. Si los médicos le habían dado el alta después del accidente y los malos pronósticos. Si necesitaban algo, que contaran con él. Que a pesar de la distancia o de la falta de relación o los malos entendidos, él quería su bien.
Tuvo la delicadeza de no esperar que su hijo dijera cosas lindas, ni le agradeciera o lo llenara de halagos. Sabía, de antemano, que no contaba con todo el cariño de su hijo, y lo tomaba como cosa juzgada.
No pedía explicaciones: sólo quería hacerle saber a su hijo que estaba, que contara con él, que más allá de las peleas, del rencor… que le puede pedir cosas. Que él nunca fue tan evasivo ni tan ausente, y que ahora puede poner el cuerpo, o el alma. Que esta vez no se va a ir. No lo va a dejar solo, no va a retirarse de la batalla, aunque no sea batalla ni estén en guerra, claro.
Gracias, papá, dice su hijo del otro lado, y es el primer gesto de agradecimiento después de muchos tiempo.
Y él, contento, con una media sonrisa y una emoción que no sabría reconocer, sin querer alargar demasiado la conversación, sin exigir más de lo que puede exigir, prefiere decir algo breve y cortar el teléfono. De nada, dice, y mandale un fuerte abrazo a Cecilia, agrega, pero confunde el nombre de la mujer de su hijo, y, como siempre, echa todo a perder.