5 de diciembre de 2011

Ostende

Acabábamos de llegar en el momento que tocaron la puerta.

- ¿Quién es? -quise saber, pero del otro lado no hubo respuestas-.

Esperé uno o dos minutos en silencio. Volvieron a tocar.

- ¿Quién es? -repetí como si no supiera otras palabras en castellano-.

Por fin se dignaron a responder.

- Del hotel. Tenemos un regalo.

¿Un regalo? Me pregunté: ¿Qué cosa habíamos hecho para recibir un regalo?

- ¿Un regalo por qué? -Atiné a preguntar como si todo regalo tuviera una justificación tan clara como en los cumpleaños.

- Es un regalo del hotel -insistió una voz femenina del otro lado de la puerta sin más excusas-.

Dudé si abrir o no un tiempo tal vez demasiado largo porque la voz del otro lado de la puerta dejó atrás los buenos modales:

- Abra por favor, señor -ya no quedaba nada de la cordialidad previa, ahora la voz era un sonido metálico, el cumplimiento de una orden. Pero, ¿una orden de quién? ¿Del gerente del hotel o de otro huésped?

Quise saberlo:

- ¿De parte de quién es el regalo?

Al silencio lo siguió una respuesta clara, que no revelaba ningún detalle ni ampliaba la información ya obtenida.

- De parte del hotel, señor. Abra.

En ese momento, la mujer que viajaba conmigo salió del baño y me miró como si una adivinanza acabara de ser formulada y ella tuviera una respuesta.

- ¿Quién es? -dijo, enigmática y yo no sabía qué responder-.

- Señor... -otra vez la voz detrás de la puerta y la mujer que viajaba conmigo que intentó abrir el picaporte sin éxito porque movía el picaporte una y dos veces, para arriba y para abajo, sin ningún éxito porque yo, previsor, había cerrado la puerta y mantenía, oculta, la llave en mi bolsillo derecho-.

- Abrí, dormilón -me dijo la mujer que viajaba conmigo y es cierto que lo que decía era, francamente, una opción concreta y casi no tenía objeciones, pero justamente, a esa opción me había venido negando con tanto ahínco para, ahora, porque ella lo decía, cambiar de opinión y seguirle la corriente-.

Con la mano aferrada a la llave, dije entonces:

- Traen un regalo -cosa que, más que objetar, hacía más sólida la posición de la mujer que viajaba conmigo y la daba nuevos argumentos. Sin embargo ella insistió con el mismo, casi con las mismas palabras-:

- Podés abrir, dormilón.

Por alguna razón, su seguridad, más que obligarme a hacerle caso, me produjeron una sensación clara de que, aunque no tuviera motivos o no pudiera explicarlos, estaba actuando con un juicio acertado.

-Señor, ¿quiera que vuelva más tarde? -la voz del otro lado de la puerta, más serena, no era otra cosa que un artilugio o un mero y momentáneo repliegue de fuerzas.

- ¿Por qué no lo pasás por debajo de la puerta?

- Es una botella de agua, señor.

- ¿Por qué el hotel nos regala una botella de agua?

Otra vez silencio. La mujer que viajaba conmigo me miró como si yo fuera un completo desconocido y, acto seguido, se sentó en una silla de la habitación casi derrotada.

- Estoy encerrada -dijo en un hilo de voz, pero si intentaba que la oyera la mujer tras la puerta, tendría que levantar bastante la voz-.

- ¡Estoy encerrada! -repitió, pero ahora sí dio un grito irreflexivo que, por alguna razón, hizo que yo apretara más fuerte la llave en mi bolsillo-.

Esperaba una reacción del otro lado, pero no pasó nada. Al parecer, la persona se había ido sin ninguna despedida.

Nos quedamos solos. Antes de abrir la boca, apoyé la llave sobre la mesa. Después dije:

- Si te querés ir, ahora es el momento.

La mujer que viajaba conmigo me miró, miró la llave, volvió a mirarme y otra vez a la llave y al final bajó la cabeza y aceptó, con un intermitente movimiento de su frente, nuestra posición.

- Promete no hacerte daño -dije y mi voz ya era diferente-.

No tuve que insistir para que nos acostáramos ni para que se desvistiera sin mediar palabra.

Al amanecer, se había ido. No dejó ninguna nota.