21 de julio de 2011

Neurótico

12

No me saca la venda un extraterreste, pero es igual. Lo que veo: una casona vieja, de techos altos, decorada como si estuviéramos por agasajar al príncipe de Mónaco.

- ¿Dónde estamos? -pregunta mi novia.

No sé, pero estoy en una prueba y no puedo dejar de responder o dar una respuesta equivocada.

- Una casona del siglo 19. De finales.

Me mira un juez implacable que, aunque no puede negar la verosimilitud de mis palabras, no las toma para bien.

- Digo, ¿Dónde estamos? ¿Qué hacemos acá?

Otra vez las preguntas generales. No sé por qué aplaudo, como si estuviéramos en el frente de una casa precaria, construida con chapas y llamáramos al dueño de casa. Me mira: qué hacés, piensa, pero no dice nada. Trato de armar una lista de caminos lógicos que podrían conducirnos acá, a esta madrugada en esta casona. Pienso: soy un espía al que acaban de descubrir. Me miro en un imaginario espejo sucio y ovalado. Recuerdo mi infancia en Washington. Mis amigos John y Peter. Mi novia Caroline. Pienso: no, ella es una espía. Claro. Esa es la respuesta, me digo.

- ¿Por qué no empezamos a hablar con la verdad? -digo y soy un filósofo racionalista.

Me mira. Adelgazo dos kilos y mido 20 centímetros menos. Decí algo por favor. Durante medio minuto me mira sin dulzura y en silencio. No sé por qué espero que, de repente, salgan invitados de los cuatro puntos cardinales y me abracen. Que todos empiecen a comer y pueda perderme en medio de una multitud. No pasa eso, pero sí algo parecido. Aparecen diez o quince personas. Todos vestidos con pantalón oscuro y camisa blanca abotonada hasta el cuello. No vienen hacia nosotros. No nos distinguen. Recién ahora veo las mesas redondas en todo el salón y descubro a nuestros secuestradores en medio de esta gente. No nos miran y somos los primeros invitados a una fiesta.

- ¿Señor?

Dudo y recién ahora me doy cuenta de mi hambre voraz. El mozo me ofrece un canapé y sonríe una dentadura blanca y falsa. ¿Qué respuesta tengo que dar? Más invitados entran al salón. Tomar el canapé es aceptar que todo lo que pasó, ya pasó. Que el secuestro y el culetazo fue una mancha de tuco. Me resisto y sonríó el mayor desinteres posible.

- ¿Señor?

Insiste el mozo que no entiende mis gestos o no los quiere entender. ¿Sabe algo de las otras actividades de su compañero el francés? ¿Sabe todo y por eso permanece así, frente a mí, sin moverse, con el único objetivo de mi rendición? ¿Qué esperás? Estoy por decir en un tono neutro y preparado, pero mi novia se anticipa.

- Amor, ¿querés o no querés?

¿Quiero o no quiero? ¿Quiero o no quiero? Todo vuelve a ser simple. Todo vuelve al momento inicial y solamente hay lugar para el sí o para el no. Papá o mamá, me digo. Papá o mamá. Tengo 4 años y un tío me hace esa pregunta simple. “¿A quién preferís, a papá o a mamá?” Papá o mamá, pienso. Papá o mamá. Nunca pude resolver ese interrogante. Ahora tampoco porque el mozo se va y me deja con una sonrisa idiota y tirante.

- ¿Tenés alguna respuesta para todo esto? -pregunta mi novia, pero en verdad es un reproche.

Pero no hay respuestas, no tengo respuestas yo. No puedo decirle que no tengo respuestas. No puedo decirle que no hay respuestas.

- Sigámosle la corriente un rato. Ya voy a tener nuevas órdenes -digo enigmático y logro, por primera vez en la relación, una admiración franca y completa de mi novia.