11 de marzo de 2012

Papá

Tuvo el cuidado de llamar. De preguntar cómo estaba su ex mujer. De alegrarse –aunque fingía- cuando su hijo le decía que estaba bien, que estaba de viaje, con su pareja actual, en Europa.
Tuvo la sencillez de aceptar que no era –ni había sido nunca- amigo de su hijo. No preguntó de más: ni cómo iban las cosas en el trabajo, ni si había recibido algún aumento de sueldo, ni si pensaba casarse, ni si pensaba tener hijos. Preguntó si las cosas estaban bien con Judith. Y aceptó de buen grado una respuesta fría, seca, cortante: todo bien, papá.
Tuvo el cuidado de no alargar demasiado la conversación y, a los pocos minutos, fue al grano y preguntó si su consuegro estaba mejor. Si los médicos le habían dado el alta después del accidente y los malos pronósticos. Si necesitaban algo, que contaran con él. Que a pesar de la distancia o de la falta de relación o los malos entendidos, él quería su bien.
Tuvo la delicadeza de no esperar que su hijo dijera cosas lindas, ni le agradeciera o lo llenara de halagos. Sabía, de antemano, que no contaba con todo el cariño de su hijo, y lo tomaba como cosa juzgada.
No pedía explicaciones: sólo quería hacerle saber a su hijo que estaba, que contara con él, que más allá de las peleas, del rencor… que le puede pedir cosas. Que él nunca fue tan evasivo ni tan ausente, y que ahora puede poner el cuerpo, o el alma. Que esta vez no se va a ir. No lo va a dejar solo, no va a retirarse de la batalla, aunque no sea batalla ni estén en guerra, claro.
Gracias, papá, dice su hijo del otro lado, y es el primer gesto de agradecimiento después de muchos tiempo.
Y él, contento, con una media sonrisa y una emoción que no sabría reconocer, sin querer alargar demasiado la conversación, sin exigir más de lo que puede exigir, prefiere decir algo breve y cortar el teléfono. De nada, dice, y mandale un fuerte abrazo a Cecilia, agrega, pero confunde el nombre de la mujer de su hijo, y, como siempre, echa todo a perder. 

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