30 de diciembre de 2011

Sesión

 -       ¡¿Jorge, qué?! – termino por preguntar como si hubiera olvidado mi apellido.
¿Qué? Insisto mientras me levanto del diván y desafío a mi analista para que se levante y dé la pelea.
-       ¡¿Jorge, qué?! – repito-. ¿Qué, a ver?
-       Jorge, tranquilízate, querés.
Y si no quiero. Si hoy no quiero tranquilizarme.
-       Levantate –digo y lo miro directo a los ojos.
-       Jorge, por favor.
-       ¡¿Jorge, qué?! –digo.
-       ¿Podemos sentarnos?
Pero no, no podemos. Hay cosas que no se resuelven sentados. Hay cosas que se resuelven así, parados, como hombres.
-       Jorge, no tuviste un buen día.
Y si no tuve un buen día, qué.
-       ¿Qué, a ver?
-       ¿Me querés seguir contando? –dice mi analista sentado y me señala el diván-. Por favor.
Ni siquiera dudo en hacer lo que me dice.
-       Levantate, dale –digo, pero no se mueve. 
Antes de pensarlo bien suelto la mano pero, lenta, se deja ver y por eso mi analista elude la trompada que, en vez de caerle justo en medio de la cara, termina golpeando uno de los cuadro colgados detrás suyo.
-       ¡Estás mal, Jorge, muy mal! –dice y corre a refugiarse al otro lado de la habitación y toma un jarrón con sus dos manos.
-       ¿Qué hacés? –digo en un tono neutro y por un momento el loco es él. Dejá eso, ¿querés? 
Por alguna razón me hace caso y apoya el jarrón en el estante y yo ya le estoy tirando uno de los pinceles que, no sé bien cuándo, tomé del escritorio y tengo en mi mano derecha. La mala puntería hace que en vez de darle en el ojo, le de en la nariz.
-       ¡Ay! –grita mi analista. ¡Te voy a internar, Jorge! ¡A internar!
Los gritos llaman a la secretaria que, sin embargo, cordial y respetuosa del espacio analítico, toca la puerta.
-       Entra pelotuda, ¿no ves que este tipo está loco? –dice mi analista y la puerta se abre unos centímetros pero, como si estuviera trabada o un mueble le impidiera el paso, se queda así, a medio camino.
-       ¿Necesita ayuda, doctor? –la voz del otro lado de la puerta es tímida y precavida: a fin de cuentas, el doctor le pide que entre y, a su vez, le anuncia que se va a encontrar con un loco.
Pero yo no estoy loco, soy de las personas más cuerdas que conozco. Trabajo ocho horas diarias, cuarenta horas semanales, tengo casa, mujer, amigos, tengo familia y quiero a mi familia y quiero a mis padres y a mi novia, y quiero progresar, y me gusta irme de vacaciones y me gusta programar mi vida con una agenda y los miércoles, todos los miércoles desde hace dos años vengo acá, a analizarme porque no quiero, yo no quiero que mi vida se estropee o se estanque o se esfume, no, por eso vengo acá y hablo y escucho y en general, en general acepto todo lo que dice.
-       No hace falta que entres –me escucho decir. Tengo un mal día, nada más –completo la frase y la puerta, apurada, se cierra.
Mi analista me mira lo ojos y lo que intenta es saber si digo la verdad. Hablo en serio, le digo para que se tranquilice, y por si hiciera falta algún detalle, me siento en el diván y, veinte segundos después, me acuesto.
-       Quiero seguir hablando –digo en un perfecto castellano, y lo que tengo ante mí es menos un analista y una sesión que un juzgado y un asunto turbio, corrupción estatal o crímenes de guerra.
-       No creo que podamos seguir, Jorge.
-       Por favor, siéntese –otra vez el trato vuelve a ser respetuoso.
Me saco los anteojos, los apoyo en mi pecho y cierro los ojos. Espero veinte segundos en silencio y otra vez tocan la puerta.
-       Está bien, Matilde, cualquier cosa te aviso –dice mi analista y se acerca a su silla y se sienta. ¿Qué más tenés para decir? –agrega.  
Me acomodo en el diván, me sueno los dedos y digo:
-       ¿Cómo es eso que yo no acepto que mi mamá no tiene pene? 

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